viernes, 14 de mayo de 2010

Desde arriba la mierda se ve mejor

No de pocas personas he escuchado la frase: "se ve todo de manera más objetiva si lo miras desde arriba". Teniendo en cuenta su parte de razón, tomé la expresión desde hace tiempo como método para analizar los sinsentidos que "desde abajo" aún percibía. Me decidí a saltar en la imaginación para, por apenas unos segundos, colocarme por encima de la sociedad española y así divisar algún destello de su realidad más pura. No resulta fácil, ni mucho menos, el quitarse prejuicios y aprendizajes fruto de una cultura que me ha educado durante veintiseis años, aunque llego a creer que no todo lo que he adquirido dentro de ella tiene un matiz subjetivo. Afortunadamente, y como no pocas personas, he leido, he visto y he sido capaz de analizar y unir las tan variadas experiencias que han ido aconteciendo en mi vida, lo que ha supuesto consecuencialmente el adquirir una pequeña base para saber, como mínimo, que no sólamente hay una forma de pensar, de vivir o de juzgar cada una de las facetas de nuestro mundo.

Y es en ese pequeño instante en lo alto, carente de subjetividad, donde percibo ciertos sinsentidos que me hacen pensar con rabia contenida (y perdón por el vocabulario): - Coño, ¿es que soy yo la única persona que se da cuenta de toda esta mierda?-. ¿De tantas falsas sonrisas y pisotones? ¿De tanto derroche de bienes mientras se mueren por su carencia? ¿De tanta falta de derechos y a la vez tanto egoísmo por parte de los que los gozan?. No me lo creo. Yo no soy, ni de lejos, el tuerto en el país de los ciegos, aunque de nada sirve tener vista de águila si delante tienes un pañuelo que tu mismo te has colocado. Hablamos mucho de cómo debería ser el mundo, quizá demasiado, sin embargo, hablamos, lo que nos hace ver que sólo dormimos sin estar aún muertos.

De nosotros depende que llegue el momento de cambiar esa historia que no nos gusta, la de las multinacionales que dominan a los políticos y los políticos que callan al pueblo. La de partidos políticos de estructura empresarial cuya razón de ser no es la lucha por el bienestar social, sino por el voto. Nos taladran la cabeza con su palabrería haciéndonos creer que el enemigo es el partido oponente, cuando (una vez más "mirando desde arriba") el enemigo debe ser la falta de empleo digno, el exceso de privilegios de unos pocos, la vergüenza de la especulación con un derecho constitucional como es la vivienda y muchos otros que engrosan la lista. Mi espíritu crítico se niega a aceptar que mis gobernantes se rían de mi ocupándose principalmente de las leyes más populares y generadoras de debate social. A lo largo de la historia del mundo muchas personas han muerto, honrosamente y no en vano, por la democracia, sin embargo, no estamos sobre la forma perfecta de gobierno por el sólo hecho de descansar sobre ésta base. Podemos ser más exigentes y debemos serlo.

Espero que a la siguiente generación le cueste esfuerzo entender cómo hemos podido aguantar esto, pues eso supondrá que la conciencia ha avanzado.


Manifestación Domingo 16 de Mayo contra la clase política

http://ciudadanoscontralaclasepoltica.blogspot.com/

martes, 19 de enero de 2010

Maldita felicidad

En un anuncio de televisión, una mujer muestra sus armas más seductoras con el único propósito de despertar nuestro gusto por un coche de la marca X, mientras, en un local inmobiliario, un cliente de buena billetera avasalla a preguntas estúpidas a un comercial, ante las que éste no disminuye ni un ápice la intensidad de su sonrisa.

No hace falta ser un gran científico social para saber que éstos no son dos ejemplos aislados de superficialidad en determinadas relaciones humanas cotidianas, sino que son prototípicos del día a día en la sociedad de apariencias en la que vivimos. ¿Qué ha pasado? ¿Estamos todos locos? ¿Por qué participamos de ésto? ¿No somos conscientes de la falsedad que nos rodea?. Claro que lo sabemos; ¡Si lo peor es que lo sabemos... Y podemos decir que hasta nos gusta!. Sin embargo, mi inmadurez social o visión utópica adolescente (así lo llaman algunos) crea en mi conciencia la necesidad de dejar algún pequeño resquicio a lo que yo llamo razón, y así exclamar, con miedo e inocentemente: Quizá sólamente queremos pensar que nos gusta...

En una de mis inmaduras lecturas, saqué en claro que Nietzsche resume parte de su pensamiento en la frase: «Si quieres ser feliz, ten fe, si quieres ser discípulo de la verdad, entonces búscala». Me gustaría adaptar la frase y la definición de fe en lo que conciernen a esta exposición y poner así voz a nuestra cultura; ella diría: «si quieres ser feliz, ten fe en que si un coche se anuncia con una chica guapa al lado, será mejor coche; en que si un personaje con éxito porta una determinada marca de ropa, es más probable que tu también lo tengas; ten fe en que los juicios de tus medios de información son ciertos, en que «su actualidad es la actualidad»; ten fe en que lo que más dinero cuesta es mejor para tí, y en que esto guiará tus metas en la vida; ten fe en que el arte que más fácil pongo a tu alcance es arte verdadero, los sentimientos que en tí despierta lo justifican». A raíz de esto lanzo una pregunta (inmadura, por supuesto): ¿Pensáis que se puede ser feliz viviendo en un mundo irreal como el que nos propone la cultura del consumo, en la que el producto ideal es el que menos cuesta producir y más engaña al vender y no el más acorde con nuestra necesidad?. Sin duda, y tristemente, yo pienso que sí. No me gusta mucho utilizar refranes, pero creo que el de «eres más feliz que un tonto con un lápiz» puede considerarse como una muy buena adaptación vulgar de la frase de Nietzsche, personaje pesimista e infeliz por excelencia, aunque gran buscador de la verdad.

Yo también tengo momentos de fe. Momentos en los que creo que los lujos son apasionantes, que la vida sin dinero no es vida, que mis derechos como ciudadano occidental son merecidos, que el progreso tecnológico siempre es bueno, que mis metas son las mismas que las de quienes me rodean... Sin embargo, soy consciente, como todos (quiero pensar), que cometimos, como Adán en el paraíso, el error de comer el fruto prohibido; el que nos hizo analizar, buscar y pensar con mente adolescente; el que nos llevó a tomar como fin último la búsqueda de la verdad y no la de la felicidad. Yo, en ocasiones, utilizo este don tan molesto, y tomo conciencia de muchas contradicciones que acontecen a mi alrededor: veo a miles de personas viviendo con lujos, y a la vez conscientes de la existencia de la pobreza, del hambre, de la necesidad... ¡pareciendo felices!; a hombres y mujeres reclamando derechos para ellos mismos cuando más de media humanidad no tiene otros más básicos; veo luchas por propiedades, en grande y pequeña escala; gente pisoteando a otra gente con excusas como: «es mi trabajo, no puedo hacer nada»; veo, en definitiva, a centenares de miles de tontos que ven infelicidad y miseria más allá de su lápiz, pero que no hacen nada al respecto porque ese objeto tan absurdo que les ha tocado en suerte y que consideran suyo, les hace ya ser felices. Maldita felicidad.

miércoles, 7 de octubre de 2009

El aborto: La negación del débil (artículo 3 de 5)

El hombre es un ser indestructible, su único punto débil es la ignorancia
- Jhonnis Aranguren -



Siento haber dejado pasar tanto tiempo entre éste artículo y el anterior, os aseguro que no ha sido por falta de ideas. Espero imponer a partir de ahora un ritmo más fluido a las entradas del blog, haciéndolas algo más cortas y frecuentes.

Hace no muchos días, vi el penúltimo documental del no siempre bien aceptado director Michael Moore, Sicko, en el que critica, no sin razón, el caótico y elitista sistema de sanidad estadounidense. Mi intención al mencionarlo no es la de adentrarme a hablar sobre su tema principal, sino la de recalar en una frase que dice Moore cuando muestra cómo los hospitales niegan la asistencia a las personas sin recursos económicos, dice: "puede juzgarse a una sociedad según como trate a sus miembros más débiles". Noté al escucharla esa sensación de cosquilleo por todos los poros de la piel, y acto seguido, mi cabeza inició un rápido e intenso proceso de pensamiento, tanto que todo intento de mi voluntad por detenerlo hubiera sido en vano. Varias preguntas fueron lanzadas a mi conciencia: ¿Quiénes son esos miembros más débiles?, ¿cómo les trata mi sociedad?, en este punto, mi reflexión se encaminaba por: "en nuestro sistema actual, el que más produce y consume es el que tiene acceso a más privilegios, pues contribuye en mayor medida al aumento del capital de un país, mientras el que no puede hacerlo, el "débil", puede considerarse una "carga" para tal sociedad, pues ésta, solo por cuestiones morales, debe facilitarle el acceso a recursos básicos (vivienda, comida, salud...) sin disfrutar a cambio de su contribución" y aquí finalmente llegué a la pregunta clave: ¿y si una sociedad anula todo peso moral hacia un sector de la misma, le despoja de su membrecía, y así no tiene que asumir tal pérdida?. Sin tal peso de conciencia, no hay mayor problema para dejar de considerarle miembro, y como comenté en mi anterior artículo sobre el tema, se le pasa a valorar sólo en términos económicos, y si "no compensa" o "resulta incómodo", se puede tranquilamente eliminar. ¿Se os vienen ejemplos a la cabeza?: los antiguos esclavos, los judíos e inválidos en la Alemania Nazi, y de igual magnitud, los aún nonatos.

Abramos los ojos a esta manipulación que nos imponen las mentes de ideología vacía, que aprovechan nuestra ignorancia para darnos una falsa cara de la libertad y la felicidad. Alguno dijo: "la cadena es tan fuerte como el más débil de sus eslabones". Si, además de estar en una cadena en la que no creo (nuestro sistema económico y social), cuya fuerza nunca va a llevarme a la felicidad que yo busco, y además pretende aumentarla aun a costa de eliminar a los más débiles; haciendo honor a mi apellido y con todo respeto, me desengarzo de ahí

Siento si alguno me considera algo repetitivo sobre ésta idea, pero sentía el impulso de recaer en ella a raíz de mi situación vivida en la visualización de tal documental.

jueves, 25 de junio de 2009

Simbología y el tesoro de la variedad


Mientras me encontraba en mi habitual recorrido por la línea cinco del suburbano madrileño pensando de qué modo orientar el presente artículo sobre la cultura urbana, algo me hizo inesperadamente prestar atención a lo que en ese mismo instante acontecía a mi alrededor; el tren paraba en la estación de Rubén Darío, situada en plena Castellana, cuando un par de hombres elegantemente trajeados y con sendas corbatas bien anudadas colgando de su rasurado cuello (cuenta el dato que eran las diez de la noche), cruzaban la puerta hacia el andén. Dos estaciones más tarde, vi como un joven de unos treinta años con media melena rubia mechada, que lucía amplias botas, una llamativa camisa amarilla y pantalones oscuros tipo “pitillo”, descendía en la estación de Chueca; al rato, y sin encontrar tiempo suficiente para pensar en valoraciones, llamó mi atención un pequeño grupo de personas de rasgos claramente asociables a Sudamérica y vestidas la mayoría con gorra, pantalones holgados y chaqueta de botones al más puro estilo “rapero”. Éstos acompañaron mi propia salida en la estación de La Latina.


Salí al exterior en la madrileña Plaza de la Cebada, y mientras caminaba hacia otra plaza, la de Tirso de Molina, mi cabeza rumiaba con energía sobre tales acontecimientos. ¿Qué conclusiones podía sacar de ellos? ¿Son sólo unos cuantos ejemplos de típicos estereotipos urbanos? ¿Qué les unía?. Súbitamente me di cuenta de una idea: esa ropa característica... ¿Cuál es el uso universal de la ropa? - taparse del frío, protegerse del sol, mostrar atractivo personal... -; pero había “algo más” en mis todavía infundadas interpretaciones que esas definiciones no llegaban a abarcar: ¿Qué uso tenía esa ropa vestida precisamente por esas personas en aquellas zonas y momentos determinados?. Aquí radicaba realmente el quid de la cuestión, y más concretamente en un particular concepto; el de símbolo. Los símbolos se refieren a representaciones de realidades que tienen significado por sí mismas, siendo atribuidos dentro de una sociedad o cultura determinada; se diferencian de los signos en que éstos tienen un significado más universal, además de continuidad en el tiempo y menor concreción; explicándome con un ejemplo, un pantalón de pitillo como signo no representa más que algo como “una manera de tapar las piernas”, no cambiaría su significado en un sitio o en otro y se definiría de forma similar (salvo diferencias en el tipo de tela, comodidad, etc.) que cualquier otro pantalón, sea acampanado, vaquero o de chándal; sin embargo, tomando éste mismo ejemplo en su acepción como símbolo, tiene un significado más particular y diferente dependiendo de cómo cada cultura (o cada persona dentro de su cultura) interprete factores tales como la persona que los vista, la zona en que pasee con ellos, el color, la gente que le rodee cuando los lleve puestos... o una “mezcla” de ellos. Esta citada “mezcla” es la que da lugar representaciones simbólicas individuales. Tales representaciones dentro de un núcleo de gente (sea una ciudad como Madrid o un pueblo como Galapagar), junto a los estados emocionales que provocan en las personas o grupos de personas (siendo esto muy importante, ya que determinados símbolos pueden generar atracción, odio, idolatría... por las personas que los llevan), constituyen la base de la cultura urbana.


A lo largo de la historia de los pueblos y las culturas, los símbolos han existido siempre como herramientas fundamentales para la identificación de los grupos sociales, constituyéndose como elementos básicos para perpetuar la unión de los mismos, su continuidad en el tiempo, y en última instancia forjar una gran base de seguridad de la persona individual. Desde pieles de animales curtidas y teñidas de manera determinada, hasta tipos de tatuajes en zonas particulares del cuerpo, pasando por formas de comer y beber, tipos de bebidas, incluso maneras de caminar o mirar, cientos de miles de símbolos han inundado y siguen inundando las diferentes formas de expresión del ser humano ante sus iguales. Esta tendencia natural tiene sus raíces en el paso anterior del niño a la adolescencia, cuando éste se da cuenta de que hay más realidades que su propia familia, es decir, más roles para desempeñar en la sociedad de la que forma parte que los de hijo, hermano, nieto, sobrino, etc. Podría decirse que, a lo largo de nuestra vida, vamos firmando “contratos virtuales” con diferentes roles o identidades grupales que, por unas u otras circunstancias (ya sea porque coinciden con nuestros gustos, nos resultan atractivos en otros, etc.), pretendemos asumir; así se va conformando en cada individuo una compleja “red de identidades”, tanto elegidas por nosotros mismos (por gustos, aficiones, etc.) como en ocasiones impuestas externamente (por lugar o año de nacimiento, rasgos corporales, tendencias biológicas, etc.). Pero, ¿por qué ésta tendencia humana a mostrarse externamente como parte de grupos sociales?. Pensemos en los ejemplos que expuse al comienzo de la redacción y ahora viajemos hacia alguna primera ocasión pasada en la que estuvimos hablando con alguien a quien acabábamos de conocer. ¿Cómo fue?. Muy probablemente, a la vez que manteníamos esa conversación, nos fijábamos en su ropa y aspecto físico, en sus gestos, formas de hablar, juegos de miradas, tonos de voz, movimientos de las manos..., en resumen, en todos los símbolos que se mostraban ante nosotros para de alguna manera “etiquetar” a esa persona a partir de nuestras experiencias pasadas con esos mismos símbolos valorados en otras personas. Inconscientemente teníamos conceptos para esa determinada manera de vestir, actuar, hablar..., y los utilizamos para “intentar superar la incertidumbre de no saber a quién tenemos frente a nosotros”. ¿Y por qué pasa esto?. Por la inevitable tendencia humana a incluir cuanto antes nuestras percepciones en categorías, hacerlas formar parte de grupos ya conocidos por nosotros y así tener ciertas expectativas sobre lo nuevo (y que así no resulte tan nuevo). El fin último de todo esto es, en cierta medida, “controlar el mundo que nos rodea”.


Englobando lo anterior, necesitamos mostrar unos “carnés de identidad” ante las personas de nuestra sociedad para tener cierta seguridad de que quien nos vea o conozca “sepa quien tiene en frente”; estos son los símbolos. Ellos nos procuran una sensación, un margen de seguridad de que las valoraciones ajenas (e incluso las que hace uno de él mismo), van a seguir cierta dirección, pues nos identifican con ciertos grupos cuyas características “nos hacen sentir cómodos como miembros suyos”, a la vez que nos evitan la incomodidad de que puedan “etiquetarnos” en otros que “no nos gustan”. Así se conforma lo que llamamos cultura urbana; un concepto natural y puramente humano digno de contemplación y admiración por la gran riqueza que proporciona a cualquier sociedad. Debemos, no solo respetar su variedad, sino impulsarla, pues una sociedad rica en grupos sociales y culturales fomenta algo tan fundamental como el “salir de nuestra cajita” en la que solo existen nuestras normas y nuestra realidad, y tomar conciencia de que hay “otras realidades” igualmente válidas y otras formas de pensamiento. En los últimos años, la apresurada globalización y la manipulación publicitaria intentan justamente lo contrario; hagamos desaparecer los ideales vacíos que nos intentan imponer y hagamos encender la razón, pues ningún razonamiento es bueno si no está apoyado por una gran variedad de argumentos.

viernes, 5 de junio de 2009

El aborto (2 de 5): Análisis del esfuerzo y el ideal en el capitalismo


“Es una persona que se ha hecho a sí misma”, es una frase proverbial que se oye no pocas veces en nuestra cultura cuando se quiere ensalzar a un hombre o mujer cuando ha empleado un gran y vistoso esfuerzo individual para alcanzar una posición de prestigio en la sociedad. Desde que apenas hemos cumplido unos pocos años de vida, nos inscriben en una carrera social de la que obligadamente debemos formar parte si queremos considerarnos unas “personas maduras” o “de provecho”; insidiosa e inconscientemente se nos impone la necesidad de “crearnos un nombre” ante nuestra familia y grupos de pertenencia: “estudia duro para poder encontrar un buen trabajo”, “gana experiencia para mostrar a los demás que vales”, “ve formándote un buen currículum”, son expresiones que indudablemente forman parte del lenguaje cotidiano. Es en parte por esto por lo que a menudo nos gustamos a nosotros mismos cuando obtenemos una valoración positiva de otros por algo que “lleva nuestro nombre”, y más si lo nombrado existe a causa de nuestro esfuerzo (sea grande, pequeño o a veces nulo). Si la frase de François Mauriac, “nuestra vida vale lo que nos ha costado en esfuerzo”, es considerada literalmente válida por el sistema capitalista, como parece que así ocurre, de poco distaría éste del dios protestante (cuya ética consideraba Max Weber como origen de tal sistema, entre otros), que permite solamente la salvación de los social y económicamente prestigiosos. La única diferencia estribaría en el origen del evaluador del “currículum”, léase social o divino.


En consecuencia, nuestro sistema nos hace tender a una visión estrictamente práctica del ser humano, es decir, se le considera tan válido como la cantidad y calidad de funciones que sea capaz de desempeñar (sobre todo si su cultura las considera fuente de prestigio) y como tanto esfuerzo esté asociado a su formación como persona. Tomando parte de la cultura europea como ejemplo, se considera personas generalmente más valiosas a cantantes, futbolistas o altos cargos de una empresa, pues sus capacidades de cantar, patear el balón y dirigir respectivamente, han emergido como socialmente más valiosas en nuestra cultura, y completando con la segunda afirmación, se tendrían como más prestigiosos los que, principalmente dentro de esos grupos, dejan ver que han empleado un mayor esfuerzo (“han forjado un mejor currículum”) para llegar a ocupar tal posición. Evidente y afortunadamente, sería engañarse el pensar que las atribuciones emocionales de las personas no juegan un papel importante en estas valoraciones; en relación con lo ya dicho en mi anterior artículo, las personas, tanto de manera positiva como negativa, tendemos de forma natural a implicarnos afectivamente con otras personas; por eso cada individuo es usualmente capaz de superponerse a las valoraciones del ser humano que el sistema se empeña en imponerle y hacer las suyas propias. Normalmente estas suelen dirigirse de manera muy positiva (o también muy negativa) a los miembros de la familia y de redes sociales cercanas, y en un contexto más macrosocial, contribuye en gran manera a mejorar o empeorar las percepciones de determinados personajes, como los ejemplificados anteriormente, sin tener tanto en cuenta su “currículum” o su gran destreza (elementos citados como esenciales para el sistema): un futbolista que demuestra un muy buen juego (“funciones” prestigiosas y de calidad), debido en parte a su dura formación en las mejores escuelas (buen currículum), muestra una “chulería” que hace que a mí me caiga realmente mal (atribución emocional personal negativa), sin embargo, nunca desearía su muerte o que sufriera una fuerte lesión porque de alguna manera empatizo con el y con sus seres queridos, ya que a mi nunca me gustaría que alguien deseara mi sufrimiento por nada que pudiera hacer (atribución emocional personal positiva).


Si bien es cierto que nuestras atribuciones afectivas nos hacen “ocultar” en cierto modo el ideal capitalista puramente productivo que inconscientemente también forma parte de nuestra psique, ¿qué pasará cuando asignemos un escaso o nulo afecto a X (sea persona, objeto o animal)?. Dándose éste hipotético caso, lo más probable según la presente exposición, es que emerja un componente más puramente funcional en nuestra valoración de X. Este hipotético caso podría, por qué no, identificarse con el aborto. Antes de comenzar a profundizar en cualquier análisis en relación a ésto conviene que repasemos los anteriores conceptos, integrándolos cuidadosamente con un tema tan socialmente activo como este. A lo largo del presente análisis he identificado dos variables necesarias y prácticamente suficientes para considerar la valía de un ser humano desde un punto de vista estrictamente práctico, que es del que se sirve nuestro sistema económico para catalogarnos; éstas son la capacidad de desempeñar con éxito determinadas funciones de prestigio social y la vistosa posesión de un “currículum social” formado por experiencias anteriores fruto de un esfuerzo objetivo. Afortunadamente para nuestra humanidad, existe en nosotros una capacidad de valoración en la que influyen significativamente los afectos, razón por la que asignamos nuestras valías personales en cuanto a ellos (aunque no estrictamente); ahora bien, ¿qué pasa cuando “algo” no despierta (o nosotros mismos no dejamos despertar) estos afectos?. En relación a lo comentado en el artículo anterior, ¿cómo valoramos a un zigoto, un embrión o a un feto en el que poco juega parte (o simplemente no dejamos que la juegue) la emocionalidad?. He aquí la respuesta: en términos productivos y de esfuerzo; ¿cómo quedaría entonces de este modo?. Nos lo podemos ligeramente imaginar. Según la primera variable, pienso que no hace falta explicar que un ser humano en su periodo de formación no solo goza de unas capacidades productivas nulas, sino que incluso pueden considerarse negativas, pues en muchos casos resta capacidad a la “madre” con afectaciones emocionales (según lo que signifique para ella el embarazo) y orgánicas (repercusión del embrión en el cuerpo de la madre). Bien es verdad que todo lo que al final acaba produciendo debe pasar por una etapa de “formación” en la que es puramente receptor, sin embargo, el papel más influyente en la decisión de abortar lo juega la segunda variable, la del esfuerzo. Si algo carece ante nuestros ojos de afecto y productividad, al menos vamos a “echar un ojo” a los recursos que han sido empleados para su formación, pues si son muy costosos quizá merezca la pena una mejor valoración, entonces, ¿cómo es el currículum de eso que tiene la mujer en el útero?. Vamos a aventurarnos; en el apartado experiencia laboral mostraría algo así como: provocador de problemas a una pareja y su familia; y en el de formación académica: un acto sexual. Cualquier técnico mínimamente experto en selección de personal rechazaría a un candidato con una tan sencilla y placentera manera de volver a encontrar, en un momento que a la empresa no le conviene demasiado, pues fácilmente puede conseguir a otro igual de dotado cuando considere (si es que algún día lo considera) que corren tiempos más propicios para comenzar a “adiestrarle”.


En resumen e integrando lo ya dicho sobre el tema, alguien que considere la posibilidad del aborto ante un embarazo no deseado, intentará despojarse de todo afecto y empatía hacia tal ser humano en formación, y cuando creyera que lo ha conseguido, lo valorará como una inversión más; por lo tanto, tanteará los recursos disponibles, las ventajas y desventajas y si este es el momento propicio para obtener una “mayor rentabilidad” del “producto”. Tendrá en cuenta, entre otras cosas, la carga emocional que sufrirá tanto él mismo como el “futuro” ser humano, los recursos económicos, sociales y personales disponibles o si tal inversión es rentable para su situación vital actual. Como si de un broker de banca se tratara, discutirá y balanceará estas especulaciones y decidirá si es o no el momento adecuado para “apostar”; pero hay algo que tendrá seguramente un alto peso en tal decisión, y es la gran facilidad de recrear una nueva posibilidad de inversión de este tipo, algo que no requiere más esfuerzo que el gozar de actos sexuales en épocas fértiles de una mujer (o utilizar algún juego de probetas); por lo que seguramente decidirá que abortar ahora y esperar a otro momento de mayor rentabilidad es, tanto para el beneficio del futuro niño como para los supuestos padres, la solución más cabal que podría tomarse. En estos momentos recuerdo la inteligente frase de un gran filósofo ingles, Alfred North Whitehead, que allá por el siglo XIX dijo: “El desvanecimiento de los ideales es triste prueba de la derrota del esfuerzo humano”, y no puedo evitar relacionarla con este peliagudo tema del aborto. La mentalidad capitalista nos impulsa a un esfuerzo vacío y carente de metas guiadas por principios o ideales profundos; producir por producir y consumir por consumir; para que el sistema se mantenga en una base segura y yo y los que me rodean tengamos para comer y disfrutar (aunque los de un poco más allá se mueran de hambre).


¿De verdad veis tan rebuscado mi pensamiento?; desde el principio siempre he pretendido huir de parecer demasiado demagógico o utópico, pero si tanto se ha sumergido el ser humano en un mar vacío que no corresponde a su naturaleza, hasta tal punto que no es capaz de darse cuenta de tantas paradojas y aparentes contradicciones como que algo tan complejo como un cuerpo humano adulto es precisamente complejo porque anteriormente fue simple, no pudiendo esto ser de otra manera; si tan grande e importante se cree que cuando ve sus simples inicios es incluso capaz de renegar de sí mismo; y a la vez, si tan escéptico se muestra que no es capaz de darse cuenta de cómo un acto tan simple y placentero como es el sexual puede dar lugar a algo tan complejo como la vida; si todo esto lo consideramos con los ojos bien abiertos, nos daremos cuenta que detrás de eso que llaman “hacerse a sí mismo” debe haber, no una perfecta sumisión al sistema (como así se suele tomar la frase), sino un eterno juicio de la realidad que se nos intenta mostrar, un infinito formar y forjar de eso tan socialmente manipulado que llaman ideales, actuar siempre de acuerdo a ellos y reflejarlos con orgullo y letras grande en nuestro currículum de la vida.

martes, 26 de mayo de 2009

El aborto: La ceguera emocional (Artículo 1 de 5)


Pocos dirían que la cuestión sobre la tolerancia al aborto no es algo de indudable actualidad, tanto que al menos en mi caso, no pasa una semana sin haber tenido como mínimo una conversación sobre temas en relación a cuándo empieza la vida humana o si es necesario tanto sufrimiento de la posible futura madre. Diariamente veo y escucho el fluir de ríos de palabras en periódicos, revistas, informativos, tertulias... cuyo cauce muestra parásitamente ante mis ojos el nítido reflejo de un enorme cartel serigrafiado con el término ignorancia colgando del cuello tanto de partidarios como de contrarios a tan cruel realidad. Es principalmente por esto por lo que me he visto obligado a escribir cinco artículos en los que reflejaré la mía propia, salvo que el juicio de mis pocos pero fieles lectores diga lo opuesto. Los dos primeros los basaré respectivamente en dos, a mi parecer, importantes ideas que pocas veces se tienen en cuenta: la muchas veces triste necesidad de una apertura emocional para mostrarse de una parte de la opinión o llevar a cabo determinadas acciones; y la no siempre lineal valoración de las cosas según el esfuerzo que supone conseguirlas. Espero que la exposición sea ordenada y la redacción fácilmente comprensible.

Casi con frecuencia diaria afloran cientos de videos e imágenes, que mediante el perjuicio de la sensibilidad o el despertar de la más cruda repugnancia, intentan persuadir al público para que tome conciencia de la realidad del aborto, mostrando en el mejor de los casos imágenes en cuarta dimensión que dejan ver partes del cuerpo del feto de turno (en el peor muestran esto mismo pero del feto ya abortado) mientras nos describen en tono impositivo lo que estamos viendo. No puedo negar que el morbo o la curiosidad me han llevado en más de una ocasión a visualizar alguno de ellos (procuraba que no fuese después de comer), haciéndome reflexionar siempre sobre la misma cuestión: ¿En qué medida necesitamos hacer una llamada a nuestras emociones para forjar una opinión sobre un hecho más o menos objetivo o para llevar a cabo una serie de acciones?. Es entonces cuando me acuerdo de cosas tales como anuncios de determinadas ONGs que muestran la carita sonriente y a la vez apenada de algún niño africano pidiendo ser apadrinado o de los llantos que escuché en su día en la sala de cine donde se proyectó la última película de Titanic, justo en el momento en que el pobre Leo di Caprio murió congelado en el mar; apuesto a que gran parte del público esbozaría una tierna sonrisa en su cara si hubiese sobrevivido, a pesar de los otros miles de personas que murieron en el gran naufragio que realmente aconteció en 1912. Con esto quiero referirme a que dependemos en gran parte de la emocionalidad para formar nuestras opiniones, siendo en ocasiones excesivo el peso de ésta si tenemos en cuenta que la gente desea actuar siguiendo unos principios éticos en cierta manera universales (esos que decimos muchos que tenemos pero de los que tan vacíos suelen estar nuestros actos). Bien es sabido que, por ejemplo, la simpatía de un líder de un partido político o de un pobre que nos pide limosna (vaya personajes tan sumamente contrapuestos) influye en no poca cuantía sobre nuestras decisiones de votar al partido en cuestión o rascar nuestros bolsillos respectivamente. Muy posiblemente ésta sea una realidad psicológica intrínseca al ser humano de la cual podemos difícilmente prescindir, sin embargo, tenemos de hecho otra cualidad igualmente válida con un potencial suficiente (aunque muchas veces demasiado oculto) como para comprender cuándo la anterior está actuando o bien en perjuicio de otros, o bien mostrándonos una cara sesgada de lo que puede cabalmente considerarse más acorde con citados principios. Estoy hablando de la razón. Si, la misma que hizo ver al ser humano en 1927 que un hombre no puede ser tratado como un electrodoméstico con la abolición oficial de la esclavitud; en el siglo XVIII que algunos no es que estén endemoniados, sino que tienen una enfermedad mental (ver Philippe Pinel); o en 1933 que a lo mejor no es tan malo que las mujeres españolas puedan tener peso en un gobierno que directamente les incumbe, con el sufragio universal; quizá, y solo quizá, pueda también algún día dar cuenta de que no es realmente necesario que nuestros sentidos perciban varios dedos, algún ligero gemido o cierta forma fetal similar a un adulto para considerar que algo goza del don de la vida, pues creo que lejos quedó ya el empirismo de John Locke para el que lo único real era lo que nos brindaban éstas inmediatas pero imperfectas percepciones.

Podemos guiarnos puramente por la emocionalidad y dar limosna preferentemente al que consideremos más simpático por encima de otro que pudiese sentir mayor necesidad, o votar al candidato con más porte o más similar a nosotros aunque su programa electoral sea una verdadera birria, o así igualmente ignorar la tenencia de vida de algo que “parece que no la tiene” y dedicarnos únicamente a defender la comodidad de la supuesta embarazada, pues esta si que nos produce verdadero pesar de conciencia. O quizá por último podemos decantarnos por quitar el polvo a eso que llaman razón humana que tenemos en el fondo de nuestro baúl interior, y molestarnos en aprender su no muy complejo funcionamiento antes de convencernos claramente sobre algo.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Otra visión del talento


Utiliza tu talento en pro de los demás, tus derechos son carencias de otros


Allá por finales del siglo XV, un tal Leonardo, artista de gran reconocimiento en aquella época, vislumbró algo grandioso en su ambiciosa y alocada mente, algo que, de ser representado ante los ojos de los seres humanos, rompería la línea de la historia en dos partes, una antes y otra después de su nacimiento. Por más que lo trataba, no podía quitarse esta imagen de su cabeza: -Es bella si, pero llevará mucho trabajo y ya estoy algo anciano- se engañaba a si mismo con excusas que no hacían sino aumentar su intensidad- -Está bien, la llevaré a cabo, aunque no esté muy convencido de mi capacidad para ello- pensó finalmente. Con un gran montón de arcilla que reunió con esfuerzo comenzó su modelaje, mientras aprendices, familia y amigos se encargaban de ir de ciudad en ciudad buscando grandes cantidades de bronce con el que remataría la escultura final. Meses enteros transcurrieron viendo al bueno de Leonardo haciendo por reflejar tal bello pensamiento en tosca arcilla; y tras unos primeros intentos frustrados, parecía que aquello cada vez se iba ajustando más a lo que el perspicaz genio tenía enredado en sus neuronas. Toda la gente de los alrededores estaba al tanto, pues ya bien todos conocían las anteriores proezas artísticas de su talentoso vecino, y a sus oídos había llegado que ésta no tendría comparación alguna con ninguna de sus predecesoras, lo que hacía que aguardaran impacientes al día en que estuviera a punto. Gabriela, una pequeña de unos doce años solía pasar todas las mañanas a eso de las doce y media cerca de la ventana donde Leonardo trabajaba, y con disimulo asomaba su rubia cabellera para contemplar sus avances diarios; ni siquiera el Domingo rompía con esta rutina.


Ocho meses más tarde, tras incontables horas de trabajo, casi setenta toneladas de bronce almacenadas y ciertos atisbos de belleza en el boceto de arcilla, Leonardo anunció algo inesperado: abandonaría sus intentos de terminar cualquier tipo de escultura. Estaba cansado ya, además no necesitaba el dinero que podría sacar por ella, ya tenía bastante. -Rápido, llevaos todo el material y deshechadlo, no quiero tenerlo cerca de mi vista- ordenó a sus discípulos. Cuando se enteraron, Gabriela y todos los vecinos corrieron hacia la casa del frustrado artista para pedirle explicaciones. -¿Es que no puede hacer uno lo que le venga en gana con su trabajo?¿qué explicaciones os debo yo a vosotros?- respondió Leonardo a miles de voces que gritaban desesperadas. La niña tomó la palabra y le contestó: -Como tu dices, era tu trabajo, y el que más esfuerzo debía emplear en él eras tu, pero créeme, desde que anunciaste lo que pretendías hacer, todo el pueblo sabía que tarde o temprano iba a ver algo grandioso. Tenías que haber visto el efecto que causaste en los demás, un ambiente lleno de vida se dejaba palpar entre nosotros, nos sentíamos capaces de hacer cualquier cosa que nos propusiéramos al ver tu tenacidad y perseverancia. Muchos buscaban inspiraciones para reflejar de algún modo su talento artístico, de ningún modo comparable al tuyo, pero lo hacían. Despertaste a la gente de sus sueños imposibles...- -Bueno, bueno- interrumpió Leonardo-, ¿y todo lo que he hecho anteriormente?, hay grandes y bonitos cuadros y obras circulando por las mejores exposiciones, ¿eso no lo valoráis?. De todas formas no entiendo cómo me echáis en cara esto por algo que solo es de mi incumbencia. Además... ¡si ni siquiera tenía forma todavía!- Tomó la palabra otra persona y dijo: - Tus palabras calan hondo en nuestros corazones querido vecino, no hay mucha gente, si no nadie, con unas destrezas similares a las tuyas, y yo personalmente daría mi brazo derecho por ser capaz de hacer una cuarta parte de lo que tu has conseguido ya; pero te digo sinceramente que hasta el día de hoy imperaba en nuestra conciencia un gran sentido de unión con todas tus obras; nuestro día a día se alimentaba en buena parte sabiendo que Leonardo compartía su talento con el pueblo, con sus iguales. Todos lo hacíamos nuestro porque pensábamos que así era. Como bien dices, eres libre de hacer lo que quieras, pero recuerda siempre que quien guarda sus dones para sí o los emplea para su único beneficio tendrá que construir forzosamente una irrealidad en su conciencia que le guarde de la angustia de todo el amor y la ilusión que podría haber transmitido, pues la naturaleza humana permite solo mediante éste amor encontrar la verdadera felicidad; puedes dar vida con tu talento o llevártelo a la tumba; un verdadero ambicioso elegiría lo primero-.


Nuestro sistema nos ha colocado en el lado mas pesado de la balanza, y nos impulsa a seguir cogiendo del otro para desequilibrarla aún más a nuestro favor.

Si no eres valiente y no caminas por su barra de unión para nivelarla contribuirás como uno más a tanta injusticia.