jueves, 25 de junio de 2009

Simbología y el tesoro de la variedad


Mientras me encontraba en mi habitual recorrido por la línea cinco del suburbano madrileño pensando de qué modo orientar el presente artículo sobre la cultura urbana, algo me hizo inesperadamente prestar atención a lo que en ese mismo instante acontecía a mi alrededor; el tren paraba en la estación de Rubén Darío, situada en plena Castellana, cuando un par de hombres elegantemente trajeados y con sendas corbatas bien anudadas colgando de su rasurado cuello (cuenta el dato que eran las diez de la noche), cruzaban la puerta hacia el andén. Dos estaciones más tarde, vi como un joven de unos treinta años con media melena rubia mechada, que lucía amplias botas, una llamativa camisa amarilla y pantalones oscuros tipo “pitillo”, descendía en la estación de Chueca; al rato, y sin encontrar tiempo suficiente para pensar en valoraciones, llamó mi atención un pequeño grupo de personas de rasgos claramente asociables a Sudamérica y vestidas la mayoría con gorra, pantalones holgados y chaqueta de botones al más puro estilo “rapero”. Éstos acompañaron mi propia salida en la estación de La Latina.


Salí al exterior en la madrileña Plaza de la Cebada, y mientras caminaba hacia otra plaza, la de Tirso de Molina, mi cabeza rumiaba con energía sobre tales acontecimientos. ¿Qué conclusiones podía sacar de ellos? ¿Son sólo unos cuantos ejemplos de típicos estereotipos urbanos? ¿Qué les unía?. Súbitamente me di cuenta de una idea: esa ropa característica... ¿Cuál es el uso universal de la ropa? - taparse del frío, protegerse del sol, mostrar atractivo personal... -; pero había “algo más” en mis todavía infundadas interpretaciones que esas definiciones no llegaban a abarcar: ¿Qué uso tenía esa ropa vestida precisamente por esas personas en aquellas zonas y momentos determinados?. Aquí radicaba realmente el quid de la cuestión, y más concretamente en un particular concepto; el de símbolo. Los símbolos se refieren a representaciones de realidades que tienen significado por sí mismas, siendo atribuidos dentro de una sociedad o cultura determinada; se diferencian de los signos en que éstos tienen un significado más universal, además de continuidad en el tiempo y menor concreción; explicándome con un ejemplo, un pantalón de pitillo como signo no representa más que algo como “una manera de tapar las piernas”, no cambiaría su significado en un sitio o en otro y se definiría de forma similar (salvo diferencias en el tipo de tela, comodidad, etc.) que cualquier otro pantalón, sea acampanado, vaquero o de chándal; sin embargo, tomando éste mismo ejemplo en su acepción como símbolo, tiene un significado más particular y diferente dependiendo de cómo cada cultura (o cada persona dentro de su cultura) interprete factores tales como la persona que los vista, la zona en que pasee con ellos, el color, la gente que le rodee cuando los lleve puestos... o una “mezcla” de ellos. Esta citada “mezcla” es la que da lugar representaciones simbólicas individuales. Tales representaciones dentro de un núcleo de gente (sea una ciudad como Madrid o un pueblo como Galapagar), junto a los estados emocionales que provocan en las personas o grupos de personas (siendo esto muy importante, ya que determinados símbolos pueden generar atracción, odio, idolatría... por las personas que los llevan), constituyen la base de la cultura urbana.


A lo largo de la historia de los pueblos y las culturas, los símbolos han existido siempre como herramientas fundamentales para la identificación de los grupos sociales, constituyéndose como elementos básicos para perpetuar la unión de los mismos, su continuidad en el tiempo, y en última instancia forjar una gran base de seguridad de la persona individual. Desde pieles de animales curtidas y teñidas de manera determinada, hasta tipos de tatuajes en zonas particulares del cuerpo, pasando por formas de comer y beber, tipos de bebidas, incluso maneras de caminar o mirar, cientos de miles de símbolos han inundado y siguen inundando las diferentes formas de expresión del ser humano ante sus iguales. Esta tendencia natural tiene sus raíces en el paso anterior del niño a la adolescencia, cuando éste se da cuenta de que hay más realidades que su propia familia, es decir, más roles para desempeñar en la sociedad de la que forma parte que los de hijo, hermano, nieto, sobrino, etc. Podría decirse que, a lo largo de nuestra vida, vamos firmando “contratos virtuales” con diferentes roles o identidades grupales que, por unas u otras circunstancias (ya sea porque coinciden con nuestros gustos, nos resultan atractivos en otros, etc.), pretendemos asumir; así se va conformando en cada individuo una compleja “red de identidades”, tanto elegidas por nosotros mismos (por gustos, aficiones, etc.) como en ocasiones impuestas externamente (por lugar o año de nacimiento, rasgos corporales, tendencias biológicas, etc.). Pero, ¿por qué ésta tendencia humana a mostrarse externamente como parte de grupos sociales?. Pensemos en los ejemplos que expuse al comienzo de la redacción y ahora viajemos hacia alguna primera ocasión pasada en la que estuvimos hablando con alguien a quien acabábamos de conocer. ¿Cómo fue?. Muy probablemente, a la vez que manteníamos esa conversación, nos fijábamos en su ropa y aspecto físico, en sus gestos, formas de hablar, juegos de miradas, tonos de voz, movimientos de las manos..., en resumen, en todos los símbolos que se mostraban ante nosotros para de alguna manera “etiquetar” a esa persona a partir de nuestras experiencias pasadas con esos mismos símbolos valorados en otras personas. Inconscientemente teníamos conceptos para esa determinada manera de vestir, actuar, hablar..., y los utilizamos para “intentar superar la incertidumbre de no saber a quién tenemos frente a nosotros”. ¿Y por qué pasa esto?. Por la inevitable tendencia humana a incluir cuanto antes nuestras percepciones en categorías, hacerlas formar parte de grupos ya conocidos por nosotros y así tener ciertas expectativas sobre lo nuevo (y que así no resulte tan nuevo). El fin último de todo esto es, en cierta medida, “controlar el mundo que nos rodea”.


Englobando lo anterior, necesitamos mostrar unos “carnés de identidad” ante las personas de nuestra sociedad para tener cierta seguridad de que quien nos vea o conozca “sepa quien tiene en frente”; estos son los símbolos. Ellos nos procuran una sensación, un margen de seguridad de que las valoraciones ajenas (e incluso las que hace uno de él mismo), van a seguir cierta dirección, pues nos identifican con ciertos grupos cuyas características “nos hacen sentir cómodos como miembros suyos”, a la vez que nos evitan la incomodidad de que puedan “etiquetarnos” en otros que “no nos gustan”. Así se conforma lo que llamamos cultura urbana; un concepto natural y puramente humano digno de contemplación y admiración por la gran riqueza que proporciona a cualquier sociedad. Debemos, no solo respetar su variedad, sino impulsarla, pues una sociedad rica en grupos sociales y culturales fomenta algo tan fundamental como el “salir de nuestra cajita” en la que solo existen nuestras normas y nuestra realidad, y tomar conciencia de que hay “otras realidades” igualmente válidas y otras formas de pensamiento. En los últimos años, la apresurada globalización y la manipulación publicitaria intentan justamente lo contrario; hagamos desaparecer los ideales vacíos que nos intentan imponer y hagamos encender la razón, pues ningún razonamiento es bueno si no está apoyado por una gran variedad de argumentos.

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